Por: Heriberto Martínez Otero; Ian J.
Seda Irizarry
En
un artículo publicado en El Nuevo Día
titulado “La producción propia es la tarea urgente contra la dependencia
de fondos federales en Puerto Rico” (20 de julio, 2013) varios economistas
compartieron sus impresiones sobre la necesidad de crear empleos para echar a
andar el motor económico del país. Se mencionan varias dimensiones de las
posibles soluciones, desde reestructurar el sistema de pagos federales hasta
desarrollar nuevos incentivos tributarios que estimulen la inversión. Con mucho
respeto a los colegas, creemos que ya es hora de movernos a propuestas más
concretas que contengan dentro de ellas las semillas para una verdadera
transformación, tanto de nuestra economía como de nuestra sociedad.
Ya
la gente está harta de escuchar estadísticas sobre tasas de desempleo,
participación laboral, crecimiento económico, y demás variables que con sus
bailes decimales (que si la tasa de desempleo bajó o subió 0.1% en comparación
a tal mes) ya nos tienen mareados. También se le ha perdido la paciencia al
discurso de los “incentivos a foráneas” para que inviertan en el país sin tener
que pagar impuestos, medida que simplemente reconoce que gran por ciento de las
ganancias son repatriadas y por ello no circulan en la economía local—en
palabras técnicas, no contribuyen con el potencial efecto multiplicador, y en
la actualidad, los empleos que ofrecen son en su mayoría (95%) a tiempo parcial
y sin beneficios marginales. Finalmente, el cuento de la “economía del
conocimiento” anda agotado, y aunque no lo estuviese, sabemos que “es una
máscara que simula desarrollo, sólida cultura productiva, primermundismo”, como
bien señalara el profesor Héctor Meléndez en su escrito ¿Están irrelevantes la ciencias
sociales? (Revista de Ciencias Sociales, 17, 2007: 14-39).
Si
nos limitamos al campo de las propuestas económicas, parecería que hay una
posibilidad plausible que recoge las preocupaciones sobre los incentivos para
los empresarios locales, el potencial eslabonamiento entre sectores domésticos
y el efecto multiplicador de un andamiaje institucional apropiado que conecte
estos factores. La misma está basada en reconocer que está más que documentado
que las empresas cooperativas han demostrado que pueden ser igual o más
eficientes que la empresa privada tradicional que conocemos, siendo la
diferencia principal que en las cooperativas los trabajadores son los dueños de
la empresa y hay una estructura democrática interna atada a la propiedad obrera
que organiza el proceso decisional
En
las cooperativas, el principio de autogestión está cimentado en una estructura
democrática interna donde los trabajadores son sus propios jefes y los
propietarios. Cada trabajador tiene un voto en el proceso decisional donde, por
ejemplo, se puede decidir qué hacer con las ganancias de la empresa (ahorrar,
invertir, subir salarios, etc.). El tener el control sobre los frutos del
trabajo propio está en el seno de la alternativa cooperativista, una apuesta
que está avanzando y consolidándose desde hace mucho tiempo en todas partes del
mundo.
Dos
casos ilustrativos son el complejo de cooperativas Mondragón que está situado
en el País Vasco, al norte de España y tiene operaciones a nivel mundial, y el
llamado “Modelo de Cleveland” en los Estados Unidos. Sin entrar en detalles.
sólo queremos ejemplificar cómo estos modelos combaten el problema de desempleo
de una manera que contrasta con el modelo empresarial tradicional. Cuando el
ciclo económico ataca con sus recesiones, muchas cooperativas toman la decisión
de bajar sus salarios de dueños/empleados en vez de echar personas a la calle.
Si bien esto no necesariamente significa resolver el problema de la recesión
como tal, sí apunta a cómo contrastan las respuestas entre modelos alternativos
donde los que son afectados por decisiones son los mismos que las toman.
También
es importante destacar que el arreglo democrático interno del modelo
cooperativista ha llevado a una
distribución del ingreso es mucho más equitativa. Los salarios desmedidos y los
bonos exorbitantes son raros cuando los que son afectados por decisiones son
los que las toman como mencionamos anteriormente.
Y
bueno, Puerto Rico no es una excepción cuando se habla del cooperativismo. Por
ejemplo, las cooperativas de ahorro y crédito locales representan el 18% del
total de activos financieros en la isla, sorteando sólidamente la crisis
financiera mundial iniciada en el 2008. La fortaleza y el éxito de este modelo
durante la tiempos de recesión y depresión radica en que la rentabilidad no se
mide a base del margen de ganancias, sino de la necesidad de mantener los
empleos y ofrecer los bienes y servicios. En la actualidad, la cantidad de
cooperativas de todo tipo en la isla ha incrementado de 192 a principios del
nuevo milenio a más de 400 en el 2013.
El
hecho de que los que trabajan son los dueños, también apunta a otra potencial
ventaja: no hay que incurrir en tanto gasto de supervisión (cámaras,
supervisores, gerentes, etc) dado que los trabajadores mismos se supervisan
entre ellos, y es que tienen que hacerlo porque es su propio negocio. Este es
un hecho que a los economistas que tanto gustan hablar de incentivos pocas
veces comprenden. De hecho, los datos parecen apoyar esta conclusión. Aunque
varían de región en región y de país a país, en general la tasa de éxito de
cooperativas en términos de supervivencia es mayor que el de las empresas
tradicionales.
Ahora
bien, existe un problema real compartido por la mayoría de los proyectos
cooperativistas que en parte explica porqué los mismos no han dominado las
economías del mundo; la falta de dinero para comenzar el proyecto (el llamado
“initial working capital”). Es aquí que Puerto Rico podría aprender del caso de
Italia. A mediados de los años ochenta, en Italia se pasó la llamada Ley
Marcora. La misma le daba a los trabajadores desempleados que reciben seguro
por desempleo dos opciones: o reciben sus cheques semanales por desempleo por
un periodo de hasta dos o tres años en lo que encontraban empleo (en Puerto
Rico es sólo hasta 26 semanas si se cumple con todos los criterios), o podían
pedir un desembolso por el total que cubría el seguro de desempleo. Esta última
opción tenía dos condiciones importantes: el que hiciera esto tenía que a)
conseguir otros desempleados (mínimo 10) que hicieran lo mismo y b) con ellos
juntar todo el dinero recibido por seguro de desempleo para invertirlo en
desarrollar una empresa cooperativa. Si hacemos un promedio de 10 personas para
iniciar la cooperativa, y un promedio de $500 dólares mensuales por cada una,
podemos inferir que la cantidad inicial con la cual comenzaría el proyecto
sería de 20mil dólares. Esto garantiza un capital inicial y la capacidad de
obtener financiamiento de otras cooperativas.
También
es importante resaltar que los que quieran proceder con esta iniciativa van a
necesitar apoyo institucional, apoyo que se supone brinde la Comisión de
Desarrollo Cooperativo de Puerto Rico. En otras palabras, el gobierno tiene en
sus manos varias de las piezas necesarias para comenzar a combatir el problema
de desempleo desde adentro, sin tener que ponerle alfombra roja a foráneas o
empresas locales que pongan a la ganancia por encima del bienestar de los que
producen la riqueza. A la vez se combate el mito de que sólo algunos pueden ser
“empresarios” mientras otros sólo tienen la capacidad de venderse a sí mismos
en el mercado laboral.
Por
último, tal vez una posible opción sea orientar estos esfuerzos a la
agricultura local, con apoyo de la Autoridad de Tierras, en vez de estar
otorgando subsidios a Monsanto para sus operaciones relacionadas a la
modificación genética de semillas, en un sector de mucho eslabonamiento con
posible valor agregado local. En el siglo 21, esta opción ha pasado de ser una
posibilidad a una necesidad. El esfuerzo de los sectores cooperativos y
gubernamentales puede ayudarnos a enfrentar los problemas macroeconómicos
relacionados con el desempleo y el crecimiento, junto con la seguridad
alimentaria y la redistribución de los activos y la riqueza, mientras al mismo
tiempo las personas desarrollan sus capacidades de liderazgo y creatividad.
Nota:
Los autores son economistas.